Literatura española

Concepto

Cuando hablamos de literatura española nos valemos de un sintagma problemático por los dos términos que lo componen. En líneas generales, podría decirse que hay tres criterios para fijar qué es lo que define exactamente tal concepto:

• Un criterio estrictamente lingüístico-geográfico, según el cual entenderíamos por literatura española aquella escrita en español y en España.

• Otro criterio, relacionado con la nacionalidad de los escritores.

• Otro geográfico-político, por el cual clasificaríamos como españolas todas aquellas literaturas que se producen en las lenguas oficiales de España, es decir, incluyendo también la literatura en gallego, catalán y euskera.

Si bien este último criterio parece harto razonable, por motivos de concisión y brevedad, así como por ser literatura española una etiqueta históricamente construida a partir de una cierta centralidad castellana, nos vamos a basar en el primero.

Análisis

Comprobamos, por tanto, que el propio adjetivo «española» no tiene por qué estar sujeto a un significado unívoco. No menos problemático, sin embargo, es el sustantivo «literatura» y el proceso por el cual llegó a significar lo que hoy significa en nuestra lengua. El título de cierta Historia literaria de España, que en 1766 comienzan a publicar los hermanos Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano, nos podría llevar a engaño: bajo el adjetivo «literaria» no se aúna para estos autores el conjunto de obras de las «bellas letras», como eran aludidas en el siglo xvii, que hoy llamamos «literatura»; tampoco habría que dar por hecho que se refieren con ello a la suma de las obras poéticas, narrativas o dramáticas más sobresalientes escritas en español. De hecho, este primer volumen abarca desde los primeros pobladores de la Península hasta la llegada de los griegos y los cartagineses, lo cual es lógico, al menos si tene- mos en cuenta que escribir la historia literaria de España a esas alturas del siglo xviii significa inventariar «los progresos que ha hecho esta nación en las ciencias y demás conocimientos […], las revoluciones, alteraciones y decadencias, que ha padecido su literatura por espacio de tantos siglos, la variedad de su instrucción y cultura». O sea, por «literatura» debe entenderse en este caso un equivalente de erudición, la cual no podría historiarse de no haber quedado registrada tiempo atrás mediante la letra.

Precisamente al campo semántico de «letra» había estado ligada siempre la palabra «literatura» en las diversas acepciones que tuvo antes de llegar al punto en que la encontramos en 1848, cuando José Amador de los Ríos gana la primera Cátedra de Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid. En el uso que debemos entender en dicho rótulo, la palabra ya no se emplea en el sen- tido amplio que poco antes habían esgrimido los hermanos Rodríguez Mohedano, sino específicamente para aludir al arte que emplea como medio de expresión la lengua, así como al conjunto de producciones literarias que de él se derivan y al saber que implica el trato con ellas.

Edad Media

No deja de ser curioso que el término «literatura» aparezca en la lengua vulgar (es decir, la que no es latín) castellana precisamente a finales de la Edad Media, en 1490, cuando el lexicógrafo Alonso Fernández de Palencia lo emplea en su Universal vocabulario en latín y en romance para definir la voz apócope; para él «litteratura» quiere decir tanto como trabajo de cortar letras al final de la palabra, trabajo material sobre ellas, pero en ningún caso institución conformada por las bellas letras o la erudición.

En los siglos medievales podemos encontrar multitud de expresiones a las que hoy ponemos la etiqueta de «literatura»: «cantar de gesta», como en el caso del Mío Cid, o «dezir», «livro», «escriptura», «ditado», «prosa», «razón» y tantos otros vocablos que se emplean en la poesía castellana del siglo XIII. No son desconocidos tampoco estos términos en la prosa castellana del período alfonsí, y a cada paso de su Libro de buen amor, nuestro autor más representativo del siglo XIV, el Arcipreste de Hita, deja clara su pretensión de «fazer un livro».

Pero la «literatura» como institución compuesta por un corpus de textos con his- toria y crítica en torno a ellos queda todavía muy lejos del horizonte del hombre del Medievo. Casi un siglo después de que Petrarca dialogase de tú a tú con los autores de la antigüedad clásica, dando de paso lugar al nacimiento de una norma lingüística y poética culta en toscano, en suelo peninsular el Marqués de Santillana intenta imitarlo algo infructuosamente valiéndose del castellano. Se suele decir que su Proemio e carta, escrito hacia 1448 o 1449, es la primera historia de la literatura española, pero en realidad deberíamos considerar que ambos términos del sintagma son bastante ajenos a Íñigo López de Mendoza, quien no se propone otra cosa que una definición acerca de «qué cosa es la poesía, que en nuestro vulgar gaya ciencia llamamos».

Siglo XVI

Poetas como Garcilaso de la Vega y humanistas como Juan de Valdés se quejaron en la primera mitad del siglo XVI de la carencia de una autoridad culta para el caso de la lengua castellana. A finales de esa misma centuria, sin embargo, el propio Garcilaso es visto ya como dicha referencia incluso por los poetas ascéticos y místicos como fray Luis de León o San Juan de la Cruz, en parte gracias a la reivindicación de su poesía que hace el poeta sevillano Fernando de Herrera en 1580. No obstante, el modelo de perfección que representa Garcilaso para los poetas del siglo XVI no lo es todavía con referencia a algo llamado «literatura española», sino «poesía castellana».

Mientras tanto, y tras el éxito alcanzado por La Celestina a finales del Medievo, también la prosa va encontrando su hueco entre las formas de expresión de los humanistas: ahí están la Lozana andaluza de Francisco Delicado, el anónimo Lazarillo de Tormes y las Epístolas familiares de fray Antonio de Guevara para demostrarlo.

Siglo XVII

En 1611, Covarrubias ya habla abiertamente de «buenas letras» y de «letras de humanidad», y lo hace en el diccionario de una lengua de nombre algo fluctuante para él: su Tesoro de la lengua castellana o española. Paradójicamente, estas «buenas letras» o «letras de humanidad» son las propias del hombre culto que conoce la poesía de los clásicos grecolatinos, pero el adjetivo «literario» denota sin más erudición, conocimiento de todos los saberes transmitidos por la letra.

Al comienzo de la segunda década del siglo XVII, Góngora revoluciona la corte con sus Soledades y da lugar a un cambio radical respecto a esa poética normalizada a través de Garcilaso que se conocía hasta entonces: la imitatio renacentista cede ante la inventio barroca. Aunque no publicó su obra en vida, Francisco de Quevedo es conocido por una furibunda defensa de la lengua castellana, al tiempo que lleva al extremo sus posibilidades poéticas. Lope de Vega, por su parte, sí publica su obra en vida y, sobre todo, su vida en su obra. Aunque, paradojas del destino, la novela moderna encuentra sus orígenes en dos autores que escribieron por la necesidad de subsistir: Mateo Alemán, con su Guzmán de Alfarache, y Miguel de Cervantes, que no tenía ni idea de que su Don Quijote iba a ser considerado la mayor aportación de la literatura española a las letras universales. Tampoco Calderón de la Barca, con su teatro metafísico, sabía que iba a servir de piedra de toque para los prerrománticos alemanes en el siglo siguiente.

Siglo XVIII

El criterio ilustrado del «buen gusto», junto con el esfuerzo por construir la historia civil de las naciones frente a la tradicional historia de los reyes y las grandes figuras, parece dominar en la preceptiva del siglo XVIII. En ese momento, mientras se forja la idea de España como nación bajo la dinastía borbónica, la poesía (a veces llamada castellana, otras española) se convierte en un documento privilegiado para documentar los orígenes, costumbres y usos pasados de la nación. Ahora bien, si las «bellas letras» de que gusta la Ilustración se definen por la universalidad y la observancia de las reglas clásicas, los viejos manuscritos del Medievo no tienen más valor que el de meros documentos para reconstruir la historia civil de la nación. Lo «literario» y los «literatos» siguen siendo fundamentalmente lo erudito y los eruditos, y ni Jovellanos, ni Menéndez Valdés, ni ninguno de los grandes autores representativos del siglo XVIII hubieran pasado de ver en un poema como el Cantar de Mío Cid un rudo mamotreto concebido en tiempos que ellos tildaban de oscuros e ignorantes.

Siglo XIX

En las primeras décadas del siglo XIX, sin embargo, se aprecia un cambio sustancial: algunos hispanistas extranjeros, procedentes sobre todo de los ámbitos germánico y anglosajón, comienzan a escribir en sus respectivos idiomas una serie de estudios que, a veces con varias décadas de retraso, en España serán traducidos casi todos ellos con el título de Historia de la literatura española; en dicho título la palabra «literatura» ya se encuentra definitivamente desgajada de su significado amplio como erudición, de manera que esas historias serán propiamente la historia de las obras literarias en el sentido moderno de la expresión. Es este el panorama historiográfico ante el que se sitúa José Amador de los Ríos con sus siete volúmenes de la Historia crítica de la literatura española (1861-1865), la primera concebida de raíz en nuestra lengua y acaso un intento de poner las cosas en su sitio desde una marcada perspectiva tradicionalista y católica.

A partir de ahí, las historias de la literatura española comienzan a ser algo habitual pero, como la historia de la literatura de cualquier nación necesita de un canon sobre el que sustentarse, el positivismo de finales del siglo XIX y principios del XX se nutrió ampliamente de dos obras firmadas por Marcelino Menéndez Pelayo: los Orígenes de la novela (1890-1908) y la Antología de poetas líricos castellanos (1905-1915). Nótese, por cierto, que este último adjetivo, «castellano», se está empezando a identificar con lo español.

Esto nos sitúa a solo un paso de la meditación sobre Castilla como origen sentimental de la nación española de los autores de la Generación del 98 y de la tesis de la «castellanidad» como esencia de lo español que con tanto ahínco defendió uno de los más grandes historiadores de nuestras letras, Ramón Menéndez Pidal.

Siglos XX y XXI

Al principio del siglo xx empieza a intensificarse la necesidad de definir en qué consiste exactamente un texto literario y, sobre todo, un texto poético. La Generación del 27 emprendió un proceso dual: por una parte, propuso separar de nuevo los términos «poesía» (para ellos la más excelsa de las artes) y «literatura» (todos los demás géneros); por otra, practicó el diálogo entre vanguardia y tradición. La razón para esto último hoy nos resulta clara: para constituirse como vanguardia, primero necesitaban convertir todo lo anterior –desde la Edad Media a los modernistas finiseculares– en una tradición con la que romper y de la que beber a un tiempo. Un ejemplo perfecto de esta peculiar relación con la tradición es la reivindicación de Góngora: mediante el rescate y una nueva lectura de un gran poeta del pasado (hasta ese momento a menudo mal entendido) construyen una idea de lo que debería ser la escritura propia de su época.

En la primera mitad del siglo se hace especial hincapié en la idea de la historia literaria, entendiéndola como una evolución, una sucesión de épocas y de generaciones. Lo más importante pasa a ser la definición de un canon. Esto cobra más fuerza durante el franquismo, cuando ese canon y esa tradición literaria se convierten en la necesidad de fijar lo que vendría a ser el corpus de una literatura nacional.

Desde la etapa conocida como Transición que sigue a la muerte de Franco empieza a establecerse un nuevo diálogo con la tradición, esta vez en clave posmoderna, releyéndola y reinterpretándola, para incorporarla en el mosaico de la escritura actual.

 

 

Implicaciones

Las posibilidades didácticas que pueden derivarse de lo que engloba un término de tan largo alcance como «literatura española» son tantas y tan variadas, que obligatoriamente tenemos que limitarnos a reseñar su potencial dentro de las tres líneas principales que, en los últimos años, parecen destacarse en la enseñanza escolar de la literatura: la formación de la persona, el desarrollo de la diversidad social y cultural, y la formación lingüística (Colomer, 2005).

En el primero de los casos, el conocimiento de la literatura española contribuye indudablemente a la construcción de la identidad individual y social, en cuanto lleva a los estudiantes a ser conscientes de la manera común mediante la cual las generaciones anteriores y las contemporáneas han ido construyendo la experiencia humana a través del lenguaje.

Por lo que concierne a la percepción de la diversidad social y cultural, el alumno que se reconoce miembro de una cultura también puede captar, en virtud de las diferen- cias y dificultades que su propia lengua le plantea tal como aparece plasmada en las diferentes etapas de su devenir diacrónico, la variedad del ser humano –empezando por el de su propia comunidad cultural– en cuanto ser histórico generador de diversidad y diferencias de gran riqueza.

Por último, y al hilo de la formación lingüística, resulta obvio que el logro de una buena competencia gramatical dentro de la propia lengua encuentra unas aliadas perfectas en las muestras que ofrece su literatura; y no solo eso: lo que hoy llamamos literatura española no es otra cosa, en realidad, que la suma de una rica y ancestral sucesión de escrituras cuyo conocimiento estimulará la capacidad creativa del estudiante, al que deberíamos hacer tomar conciencia acerca de su condición de heredero privilegiado de siglos de una vasta, bella y compleja producción cultural y literaria.

Bien es cierto que el sintagma «literatura española» acarrea no pocas problemáticas en los dos términos que lo componen, como indicábamos al principio. Sin embargo, el problema de fondo es gozoso una vez que advertimos que no es otro que el del reconocimiento de la alteridad (Jauss, 1989), ante la que toda palabra, incluso la que creemos más personal y propia, nos sitúa gracias a la historia que lleva consigo. Afortunadamente, son muchos los sentidos en los que puede decirse que no existe tanto la «literatura española» como las «literaturas españolas».

Referencias

Alvar, C., Mainer, J. C. y Navarro, R. (1997), Breve historia de la literatura española,
Madrid: Alianza.

Colomer, T. (1998), La formación del lector literario, Madrid: Fundación Germán
Sánchez Ruipérez.

Colomer, T. (2006), Andar entre libros. La lectura literaria en la escuela, México:
Fondo de Cultura Económica.

Dupont, F. (2001), La invención de la literatura, Madrid: Debate.es

Escarpit, R. (1970), «La definition du terme “littérature”», en Escarpit, R. (dir.), Le
littéraire et le social. Éléments pour une sociologie de la littérature, pp. 259-272, Paris:
Flammarion.

Funes, L. (2003), «La propuesta por la historia de los habitantes de la Tierra Media», en
Von der Walde Moheno, L. (ed.), Propuestas teórico-metodológicas para el estudio de
la literatura hispánica medieval, pp. 15-34, México: Universidad Nacional Autónoma
de México y Universidad Autónoma Metropolitana.

Jauss, H. R. (1989), Alterità e modernità della letteratura medievale, Torino: Bollati
Boringheri.

Núñez Ruiz, G. y Campos F.-Fígares, M. (2005), Cómo nos enseñaron a leer, Madrid:
Akal.

Pozuelo Yvancos, J. M. (dir.) (2011), Historia de la literatura española: 8. Las ideas
literarias 1214-2011, Madrid: Crítica.

Rodríguez, J. C. (2001), La norma literaria. Madrid: Debate.

Romero Tobar, L. (ed.) (2004), Historia literaria / historia de la literatura, Zaragoza:
Prensas Universitarias de Zaragoza.

Fecha de ultima modificación: 2014-02-17